Recostado en la tierra, caído,
en la fría y mojada hierva, encogido,
temeroso de tus dientes,
sonrisa de blanco relente y ventisquero,
y en tus manos el trofeo, la piel del lobo,
que soy yo.
Esa gloria de hueso, ese gesto de magma,
la cadera de avalancha y el golpe de mar,
con el pecho erguido y los hombros atrás,
la mirada bien clavada, devorando el alma,
una mano abierta, señalando mi cuello,
la otra no lo sé, no me acuerdo de ello,
la sentí en mi columna, la sentí bien adentro,
rebuscando con calma, mi placer y mi miedo,
aquí una pilastra, aquí una escalera,
“-deja mi amor que me deshaga de ella,
¿ves la noche oscura? Ahí estaré yo,
no necesitas de la luna, ni mirar en mi interior.”
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Gotitas de mujer que olía este animal,
hubiera apostado el alma si es que hubiera de faltar,
buscando tu sangre encontré un lodazal,
por suerte el demonio no me quiso ni escuchar.
Esa tez tan ligera, con la emoción desbordada,
tan inocente que eras, tan linda y bien cuidada,
de blanco y marfil en la boda engalanada,
quizás te lo creíste, eso no lo niego,
pero no me quedaba claro mi papel en todo ello,
dime amor ¿yo era el novio o el cordero?
Una niña bonita, una niña de bien,
una niña que me quería de rodillas y a sus pies,
llegó el día y te pedí que me cuidases un momento,
me dijiste que no estabas para molestias ni lamento,
que lo más importante era tu libertad,
sentirse segura y en ti misma confiar,
sentirte amada, como veneración,
y hacer de tu vida un arte donde no estaría yo.
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